Al iniciar un nuevo ciclo escolar, después de un año convulsionado por la pandemia mundial, es necesario poner en perspectiva el impacto que esta experiencia ha tenido sobre nuestro quehacer educativo. Lo que es innegable es que ya estamos cansados de tanta videoconferencia, reuniones en Zoom y hacer todo a través de una pantalla.
La mayoría de nosotros busca vivir en un mundo donde tengamos relaciones y experiencias relativamente estables, predecibles y no muy complicadas. Desde mucho antes de COVID se nos hablaba de que el mundo en el que vivimos es un mundo VUCA, pero no lo habíamos llegado a experimentar de la manera universal que COVID nos ha hecho hacerlo. ¿Qué significa vivir en un mundo VUCA?
Este término, acuñado en la década de los 90, se ha hecho más común en el pasado reciente. Cada una de sus letras tiene un significado:
- V = Volatilidad. Inestabilidad, bajo nivel de confiabilidad sobre la duración o vigencia de algo, alta velocidad del cambio, lo que hoy está mañana ya no.
- U = Incertidumbre (Uncertainty en inglés). Falta de predictibilidad, perspectivas de sorpresa y poca certeza sobre el futuro.
- C = Complejidad. Multiplicidad de influencias, mezcolanza de asuntos, ruptura de causa-efecto y confusión resultante.
- A = Ambigüedad. Distorsión de la realidad, múltiples sentidos y significados; prevalencia de intereses que se benefician en la falta de claridad.
Es en este mundo VUCA que irrumpe COVID a principios de 2020. Para los que no teníamos claro lo que significaba vivir en un mundo VUCA, la pandemia nos vino a lanzar de cabeza en una realidad que no esperábamos. Habíamos experimentado alguno de los elementos de VUCA, pero quizá no los cuatro simultáneamente.
Este escenario vino a revolucionar cada aspecto de nuestra vida, incluyendo la educación. La actividad escolar fue paralizada para poco a poco reiniciar con la ayuda de las muletas de Zoom y otras tecnologías de aprendizaje en línea. Aun aquellos docentes que solo usaban su dispositivo móvil para Facebook o Instagram tuvieron que aprender nuevas destrezas.
Tiempo atrás, en ACSI habíamos empezado a hablar del aula invertida (flipped classroom), una didáctica novedosa en la cual la instrucción se lleva a cabo en casa por medios remotos y la tarea se realiza en la escuela con la supervisión y apoyo de los profesores, es decir, a la inversa de lo que usualmente hacemos. Tal idea parecía un tanto descabellada y casi nadie la practicó hasta que esta pandemia vino a poner al revés todo nuestro sistema educativo y nos vimos todos forzados a hacer eso y más. Fuesen escuelas públicas o privadas; del nivel inicial hasta el universitario, todos nos vimos de repente dependiendo de la tecnología para continuar con nuestro quehacer académico. Los cambios a un sistema educativo obsoleto de los que tanto se había hablado de pronto fueron implementados de una manera violenta e improvisada. Ni los mismos gobiernos estaban preparados para dar lineamientos claros respecto a la manera en la que los centros educativos privados debíamos funcionar. Resultamos con un modelo educativo VUCA: volátil, incierto, complicado y absolutamente ambiguo, fiel reflejo del mundo actual.
¿Cómo se distingue la educación escolar cristiana en este nuevo escenario mundial? ¿Qué respuestas podemos dar a este caos? ¿Cómo manejamos este cambio inevitable en nuestro modelo de hacer educación como Dios manda?
Innovación inevitable
Todos estos cambios que afrontamos empujan a que tengamos que innovar la manera en la cual vemos y hacemos educación. Si no lo hacemos, estamos condenados a estancarnos y pasar a ser una especie en peligro de extinción. Quisiera subrayar dos notables cambios cuyo efecto tiene un potencial destructivo aunque, si les damos un manejo apropiado, pueden ser maravillosas oportunidades de crecimiento y fructificación para nuestros sistemas educativos cristianos.
El nuevo epicentro de la educación
El primero es la cruda realidad que el centro escolar ya no es el epicentro de la actividad educativa. Al ser forzosamente recluidos en sus hogares por el peligro del contagio, nuestros estudiantes tuvieron que hacer de sus casas el nuevo salón de clase. Los edificios escolares han estado vacíos por varios meses y quien sabe cuándo o bajo qué condiciones podremos volver a usarlos de manera similar a como lo hacíamos antes de la pandemia. Los distritos escolares de países donde el virus es una amenaza latente han tenido que dar marcha atrás a los planes de reapertura ante los temidos focos de contagio en los que se han convertido las escuelas. Aun en países donde se ha dado libertad para reanudar clases normales, los padres de familia prefieren continuar con la modalidad de aulas virtuales, por el temor a este enemigo invisible que acecha detrás de cada esquina.
Ante esta realidad se dieron múltiples adecuaciones y ese fue el primer test de adaptabilidad que nuestras escuelas tuvieron que pasar. Algunos no lo pasaron. No estaban preparados y tampoco tuvieron la determinación para implementar los cambios esperados y están sufriendo consecuencias negativas. Cientos —si es que no miles— de familias están optando, o a lo menos considerando, la opción de educación en casa (homeschooling) como el nuevo sistema educativo para sus hijos. No se trata solamente de salubridad sino motivos económicos. Para algunos, pagar una educación escolar sin escuela parece tan absurdo como comprar un barco en medio del desierto.
Nosotros los educadores sabemos que el aprendizaje no depende de estar en un aula escolar. Fue justamente lo que enfocamos en una de nuestras conferencias recientes cuyo lema fue “Aprendizaje 24/7”. Allí enfocamos la importancia de cultivar en nuestros estudiantes una actitud autodidacta; enseñarles a aprender y que no dependan de una circunstancia o espacio para hacerlo. Una revolución educativa que rompiera la dependencia con un horario establecido o una rígida agenda académica. Algunos consideran esto un suicidio docente. Si ya no se necesita profesores para aprender, entonces ¿de qué vamos a trabajar nosotros? Otros pensaron que estábamos anunciando el fin de la escuela tal como la conocemos. Si ya no se necesita de escuelas como centros de enseñanza, entonces ¿qué va a pasar con nuestros colegios?
Lo que anunciamos casi proféticamente fue la necesidad de pasar de ser sistemas centrados en un edificio escolar a ser sistemas enfocados en el aprendizaje. Desde principios de siglo se hablaba de lo obsoleto que es transportar estudiantes de un extremo a otro de una ciudad, muchas veces atrapados en un bus escolar durante dos y hasta cuatro horas diarias para recibir instrucción académica que ya estaba disponible por otros medios. Ahora, que se ha comprobado la imperfecta pero posible funcionalidad de sistemas remotos para proveer instrucción a distancia, ahorrando tiempo y dinero en complicados traslados, muchos padres preferirán hacerlo, a costa de la interacción social, ambiente colaborativo y otros elementos propios de la educación presencial.
Esto puede llevarnos a creer y temer que llegará el día en que complejos sistemas educativos que hagan uso de sofisticada tecnología llegarán a reemplazarnos, haciendo de nosotros, los educadores de carne y hueso y de nuestras escuelas de concreto y ladrillo, algo obsoleto e irrelevante. También de eso hablamos en el Congreso Internacional de 2018 cuyo lema fue “Irreemplazables en un Mundo Cambiante”. Allí afirmamos, como lo hacemos nuevamente hoy, que ninguna máquina, robot o sistema de inteligencia artificial puede tomar el lugar del docente cristiano, cuyo impacto personal en la vida de sus estudiantes es incomparable.
La familia y su responsabilidad primaria
El segundo cambio inevitable, la segunda realidad innegable que esta pandemia nos ha obligado a aceptar y abrazar, es la preeminencia de la familia en el proceso educativo. Durante los largos meses de cuarentena hemos dependido de adultos en la familia, que aseguren la participación activa y responsable de los estudiantes, especialmente los más pequeños, en la nueva modalidad de educación virtual. Les tocó asumir el rol que siempre hemos afirmado que tienen al decir que la responsabilidad primaria de la educación de los hijos es de los padres. Nuestra filosofía educativa cristiana afirma que nosotros, los educadores profesionales, somos solamente socios, apoderados de la familia, en la empresa de educar a sus hijos, pero que la responsabilidad más importante es de los padres o adultos encargados. Esta filosofía, que sonaba bien al expresarla pero que no se practicaba, fue forzosamente aplicada. ¡Logramos lo que tanto tiempo antes habíamos “predicado” en sesiones y escuelas para padres! Y ahora, es importante no dar marcha atrás.
En ACSI ya no nos referiremos más a nuestra misión en términos de “educación escolar cristiana”, sino ahora se trata de avanzar, apoyar y defender a la “educación cristiana”, no importando el lugar, los medios o los agentes que hacen posible esta educación. Ya no hablamos solo de la educación que se da en un edificio escolar sino la que sucede en todo tiempo y en todo lugar. Dentro o fuera del aula de clases, con libros de texto impresos o digitales, con o sin plataformas de aprendizaje virtual, lo esencial es proveer a los estudiantes con una educación Cristocéntrica. Cristo al centro del currículum; Cristo al centro del programa académico; Cristo al centro de la vida de cada miembro de la comunidad educativa; no importa si es directivo, coordinador, director, docente, padre de familia o estudiante. Lo que hace cristiana a la educación no es el lugar donde se realiza, ni el contenido de lo que se enseña, sino las personas que participan en ella.
Innovación educativa